domingo, 10 de julio de 2011

Quién manda en la cárcel

Quién manda en la cárcel
Alejandro Moreno

En lo poco que llevamos de año ya hemos tenido numerosos muertos y heridos en el interior de las cárceles venezolanas además de autosecuestros de familiares, huelgas de hambre, de sangre y otros serios problemas. La impresión que se tiene ante semejantes informaciones es que las cárceles son el reino de la anarquía, pero nuestras investigaciones con historias-de-vida de reclusos no avalan esa imagen. Las cárceles son el reino de la violencia pero no el de la anarquía. En ellas hay un orden y unas reglas de funcionamiento bien estrictas.

Un orden exterior, el que pone la autoridad de diverso tipo, corrupto, arbitrario, bajo la capa de reglas institucionales que lo protegen y lo hacen funcional para el logro de sus perversos objetivos, estricto en su exigencia de respetar las normas reales y aparentar el cumplimiento de las formales. Orden dotado de plena coherencia interna.

Pero hay también un orden interior, unos sistemas de funcionamiento, unas reglas de comportamiento e incluso de la manera de hablar, una regulación del ejercicio del poder, cuya infracción se paga con la muerte. Es un orden criminal pero no anárquico.

Difícilmente olvidaré la confesión de un ministro de Justicia, en su despacho, a quienes lo habíamos abordado precisamente por un problema carcelario: “Después de las seis de la tarde, el penal está por completo en manos de los presos”. Entonces me asombré, hoy el asombro ya no tiene sitio.
En realidad, el penal, dentro, está en manos de los presos desde las seis de la tarde hasta las seis de la tarde del siguiente día. En él los grupos están organizados, con su propio régimen de mando, de protección, de circulación de bienes ­—armas, drogas, alimentos—, en competencia a veces guerrera, otras de tregua o de convenio. Cada nuevo entra en seguida en alguno de los clanes. No se puede estar solo porque la muerte le llega pronto al solitario.

“Cuando llegué, me recibió. El hombre me recibe y en lo que me recibe, me arroja, donde nos fichan a todos, me zumba una pistola y una granada. Yo agarro en el aire la pistola y agarro la granada, y me dice: eso es pa que usté se defienda y me guarde las espaldas”. Lo narra José en su historia-de-vida. Hasta en ese sitio, bajo la mirada de los funcionarios, manda el pran.
A fines del pasado mes de enero hubo tres heridos en una cárcel porque “los internos se enfrentaron luego que tres de ellos violaron una norma. Los líderes se molestaron y les dispararon en las piernas”. Así escribe la reportera.
Las reglas de relación entre grupos y en el interior de cada grupo son de estricto cumplimiento y cuando alguien las viola entra la violencia para poner orden. El orden es visto como necesario para sobrevivir. Si no hay otro posible, será el que imponga la violencia, pero uno es necesario.

Lo dice José en una situación de total arbitrariedad en la que se encuentra en uno de los muchos penales que habitó: “Esto aquí es insoportable; uno no puede hacer nada, chico. Uno aquí requiere orden, ¿entiendes? Pero, bueno, tranquilo. Yo sé que estoy preso”. En la cárcel el delincuente exige orden. Si no lo hay, se halla a merced del que lo quiera matar y, encerrado como está, no tiene escapatoria.

En un Estado responsable ante sus ciudadanos y guiado por principios de respeto pleno a los derechos humanos, son las instituciones las que deben ponerlo ejerciendo el poder que la sociedad les ha entregado. Cuando el estado falla en el ejercicio de sus funciones y de sus compromisos, el orden, necesario hasta en las cárceles y para los delincuentes, alguien lo impone. Igual que en el barrio, también en la cárcel, la paz, es malandra y fruto de la violencia.


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