domingo, 10 de julio de 2011

La paz del Mesías

La paz del Mesías
Alejandro Moreno

Algunas de las palabras que el papa pronunció en Roma el tercer domingo de Adviento han dado la vuelta al mundo, pero no todas  Su homilía forma una estructura orgánica cuyo núcleo integrador y dador de sentido la gran prensa ha mutilado y, así, falseado.

El centro de su discurso está en la pregunta que Juan el Bautista, mediante sus discípulos, le dirige a Jesús y la respuesta de éste. El papa las reformula para situarlas en el hoy de la historia.  La pregunta de Juan, bien conocida, es: “¿Eres tú o tenemos que esperar a otro?” Benedicto comenta: “En los últimos dos, tres siglos muchos han preguntado: ‘¿Pero realmente eres tú o el mundo tiene que ser cambiado en manera más radical? ¿Tú no lo haces?’ Y han venido muchos profetas, ideólogos y dictadores que han dicho: ‘No es él. No ha cambiado al mundo. Somos nosotros’. Y han creado sus imperios, sus dictaduras, sus totalitarismos con los que sí cambiarían el mundo. Y lo han cambiado, pero en forma destructiva. Hoy sabemos que de estas promesas no ha quedado sino un gran vacío, una gran destrucción. No eran ellos”.

A los discípulos de Juan, Jesús les responde de manera indirecta mostrándoles, para que se lo cuenten a su maestro, lo que está ante sus ojos, esto e, que los ciegos ven, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena nueva. El papa glosa esta respuesta: “Miren lo que he hecho yo. No he hecho una revolución violenta. No he cambiado el mundo a la fuerza. Pero he encendido muchas luces que forman un gran camino de luz para milenios”. Y corona este cuerpo central de sus palabras: “El Señor le ha dicho a Juan que no son ni la revolución violenta ni las grandes promesas lo que cambia el mundo sino la silenciosa luz de la verdad, de la bondad de Dios que es señal de su presencia y que nos da la certeza de que somos amados hasta el fondo y de que no somos olvidados ni somos producto del azar sino de unas voluntad de amor”.

Lo contrario al amor no es ni siquiera el odio sino el poder que consiste en la capacidad de lograr por la fuerza, el terror y la aniquilación que el otro se someta y haga, piense, viva, lo que no quiere hacer, ni pensar, ni desear, ni vivir.
En el fondo no hay diferencia esencial entre el poder del malandro que obtiene lo que desea con un arma y el poder de los violentos mesías a los que se refirió el papa. Uno y otros cambian el mundo para sí, para su triunfo, para su gloria, para su “respeto”, destruyendo.

El poder liberador, salvador, no busca respeto; respeta; no acapara, dona; no desnuda, arropa; no entristece, alegra; no golpea, acaricia; no asusta, protege. Es amor, amor poderoso.

El Mesías real y realista nos ha dicho que la plenitud no es para ya sino que se va construyendo, que en el mundo se mezclan las tinieblas con la luz pero que el camino más se ilumina si se multiplican las llamas que se encienden. Las pretensiones de iluminarlo “de una vez por todas” – qué expresión más dañina - sólo ha apagado luces y adensado tinieblas.

Es difícil resistirse a la tentación de ejercer el poder de dominación para obtener lo que se considera un bien necesario. Esa ha sido una de las más insidiosas coartadas que para justificarse ha utilizado el poder impositivo. Sin embargo, un cierto ejercicio de ese poder, que de todos modos es un mal, resulta inevitable en un mundo en el que la violencia delincuencial y muchos otros males son realidad, pero ha de estar en las manos de la conciencia y la acción responsablemente democrática de todo un pueblo de iguales en derechos, sabiendo que “los jefes de las naciones las tiranizan y los grandes las oprimen. No será así entre ustedes; al contrario”. (Mt. 20,25).

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