domingo, 30 de octubre de 2011

Autogobierno endógeno

Autogobierno endógeno
Alejandro Moreno

Por la prensa me entero de que los habitantes de la urbanización Terrazas del Avila están bien organizados. Así, han disminuido, por ejemplo, los secuestros exprés de  14 mensuales en 2009 a uno en lo que va de año. Esto es sólo una muestra de la seguridad alcanzada pues el índice de inseguridad lo han bajado en un noventa por ciento. Para ello y para muchas otras cosas actúan, al parecer, con mucha autonomía. Tanto que los vecinos “nos ven como un gobierno local dentro de la urbanización”, dice uno de los dirigentes. Pero no lo son. Aquí está el punto crítico de todo. Pueden actuar así porque se lo proponen, acuerdan entre todos, tienen líderes de buena voluntad, la venia y apoyo hasta económico de las autoridades municipales. Si las cosas cambian, si la alcaldía de Petare pasa a otras manos, si los líderes se mudan y no los sustituyen otros con semejantes cualidades, si…, si… Hoy están aliados la asociación de vecinos y el consejo comunal pero pueden suceder conflictos y dividirse. Como sucede con demasiada frecuencia en Venezuela, esos importantes logros siempre estarán en peligro de perderse. En este caso, la estupenda organización vecinal no está sustentada sobre la ley, sobre la estructura territorial y política de la ciudad y del municipio sino sobre el permiso, la venia y quizás hasta la tolerancia de las autoridades circunstanciales.
El Distrito Capital en que está constituida la ciudad de Bogotá, unos siete millones de habitantes, casi como el de Caracas, se ha ido dividiendo progresivamente hasta llegar hoy a veinte alcaldías locales. Cada una de ellas cuenta con un alcalde menor elegido por votación popular. El alcalde mayor de la ciudad coordina y ejerce las competencias que trascienden a lo local. El poder local es, así, sólido y autónomo por derecho propio. Cada alcaldía local comprende en promedio unos sesenta barrios y urbanizaciones. La de Sucre cuenta con más de mil quinientos barrios populares.
También en el caso de Bogotá hay un error de concepto, a mi entender. Se parte de un poder central que divide y cede, descentraliza. El derecho de cualquier comunidad local a autogobernarse no proviene de una gracia, concesión o permiso de otro poder superior sino del puro hecho de existir como comunidad de convivientes o vecinos. Es un poder, éste sí, verdaderamente endógeno, que se genera (geno, del griego gignómay, nacer) dentro (endo, también del griego, éndon, dentro) dentro de la estructura o de la pura existencia del conjunto humano, el poder de gerenciar y habérselas con sus propios asuntos ejerciendo y desarrollando sus capacidades. Al poder superior no le toca conceder sino reconocer, aceptar y legalizar, no legitimar porque ya es legítimo, para garantizar ante todas las instituciones del Estado la vigencia y el ejercicio autónomo de ese derecho.
En la actualidad el poder local se halla en un estado de colonización expoliación y opresión por parte del poder central de la ciudad y del Estado. Pensar lo local, vecinal o regional, en términos de descentralización es mantener la misma situación pues el que descentra y concede tendría el derecho de recentrar y des-conceder. Lo justo es pensar en términos de endogénesis, de abajo hacia arriba y en ese recorrido el Estado es el último.
Gracias a esa urbanización por el ejemplo, pero no se queden ahí, piensen con mayor atrevimiento y radicalidad.
En este sentido, la lucha contra la violencia pasa también por decisiones políticas de reorganización de la ciudad reconociendo en los hechos y en el derecho lo que a las comunidades les es debido simplemente por haber nacido.
Esto no es estado comunal. Verdadero poder popular.

sábado, 15 de octubre de 2011

¿Cuánto educa la escuela?

¿Cuánto educa la escuela?
Alejandro Moreno

“De seguir así, la figura de las cárceles pasará a las escuelas”. Lo dice Gloria Perdomo que lleva muchos años metida en la candela. Y añade: “El liderazgo en las escuelas caraqueñas está distorsionado: lo malos son los mejores”. Y sigue: “Hay muchachos que entran con armas al colegio”. Juntemos las tres cosas y tendremos el “pranato” dentro del templo tradicional de la educación. Un pran adolescente puede ser más cruel que uno adulto. CECODAP por un lado y el Centro Gumilla por otro han estudiado, estudian y tendrán que seguir estudiando la violencia en la escuela tanto pública como privada. Se da en ambas. Hace diecinueve años, la telenovela “Por estas calles” comenzaba precisamente con una escena en la que un muchacho se presentaba con una pistola en la escuelita del barrio. Impactó al público porque parecía inconcebible y quizás muchos pensaron que eso eran fantasías de guionistas desocupados. Hoy las declaraciones de Gloria no impactan tanto pero aterran mucho más. ¿No se ha dicho siempre que la educación, y se piensa sobre todo en la escolar, es la solución al problema de la violencia?
Empecemos por separar educación y escuela. La escuela ha sido hasta ahora un espacio privilegiado para la educación de masas. Y sus logros, por lo menos en el plano de la instrucción, pero no sólo, ahí están. Hoy las cosas parecen haber cambiado. Si, según las cifras oficiales –Memoria del Ministerio de Educación--  la mitad de los jóvenes caraqueños no termina sus estudios de media, eso quiere decir que la mitad de nuestros adolescentes pasan a la calle --¿Qué madre puede tener encerrado en casa a un joven de 14 a 18 años?— en el período más delicado del desarrollo de su personalidad. El delito de todo tipo y la violencia más extrema tienen ahí de dónde reclutar actores. Además,
la escuela, ella misma, está siendo inficcionada por la violencia extrema de modo que la acción educacional se pone en jaque.
Educar es mucho más que enseñar en una institución. Es acompañar con orientación, guía, protección y apoyo al ser humano en la formación de su manera de estar en el mundo y de ejercer su vida. Razón, religión y cariño, decía Don Bosco, son los pilares de una buena educación y han de ponerse en práctica desde el seno familiar. El no creyente pensará que de la religión se puede prescindir. Respetamos su idea pero aceptará que una ética es indispensable. Ahora bien, para el mismo Don Bosco, el espacio privilegiado para la acción de esos tres factores dinámicos de la formación de la persona no era el salón de clase ni la capilla sino el patio. El patio era para él el lugar donde los niños y jóvenes pueden liberar sus energías en el juego, en la camaradería, en el trato desinhibido con los educadores. Patio no es de por sí la cancha de ningún deporte sometido a reglas, lo que no se excluye en tiempos específicos, sino el campo de la caimanera, de la pelotica de goma, de la ere o de policías y ladrones, el lugar donde se conversa, se cuentan chistes y aventuras falsas y donde el educador puede hacerse amigo, poner en práctica el cariño. No abundan los patios en nuestras escuelas oficiales de barrio más recientes y, si los hay, son mínimos. Lejos quedan los tiempos del presidente Medina. El propio patio en el barrio es hoy la calle. Sin dejar la escuela, sanándola, ¿por qué no pensar en un programa masivo de educación de calle para todos los que están en ella? La calle o la casa del vecino o la escalera como el donde toda persona de buena voluntad, asesorada, ejerza su cariñosa acción educadora como espontáneamente lo hace el amigo que cité en mi artículo anterior. En los barrios sobran candidatos.